Publicado en La Nueva España el 05/02/22

En sus intervenciones parlamentarias, Adrián Barbón suele acudir a dos imágenes recurrentes. La primera es la de su vocación política, muy acusada desde joven, y que hoy, como máxima autoridad autonómica, construye una especie de autoprofecía cumplida, que admirada con la oportuna distancia provoca cierta ternura. Al fin y al cabo, es hermoso llegar a ser aquello con lo que uno soñaba de chaval: futbolista de élite, novelista, presidente autonómico. La segunda referencia habitual en el discurso de Barbón es la admiración por el legado de Pedro de Silva, pero aquí el pacto entre quien habla y quien escucha se rompe. No existe continuidad posible entre ambas figuras. No hace mucho, en estas páginas, en una entrevista impagable con Javier Cuervo, De Silva explicaba su decisión de abandonar la política tras la negativa del PSOE a ampliar el Estatuto. De Silva tenía una voluntad, la reforma estatutaria, pero su partido no le otorgó el mandato. Cabe colegir, a la vista del inmovilismo actual, que Barbón, al que la FSA le otorgó entre otros el mandato de la oficialidad, carece sin embargo de la voluntad para ejecutarlo. Escudándose en nominalismos estériles, como el de la «oficialidad amable», y en su renuencia a echar a andar la discusión en torno a la reforma independientemente del número inicial de adeptos a ella, Barbón no ha ejercido el liderazgo que le correspondía y su figura se diluye de día en día en la comparación con el predecesor eximio. Aspirando a escribir la historia del Principado, el presidente se limita a contar hojas de calendario. Su reticencia a la hora de abordar la reforma del Estatuto sólo se puede explicar apelando a cierto axioma conservador: si dudas del éxito de una empresa, no hagas nada. Pero es así, en definitiva, como un plausible estadista se diluye en un discreto gestor. Lo cual es una lástima, pues hay trenes que sólo pasan una vez en la vida. También en la de los políticos.

Es en este contexto de un liderazgo ausente donde cabe introducir la voluntad de un pequeño grupo parlamentario, con sólo un quinto de los diputados del PSOE, por mantener encendida la llama de un derecho y por no enterrar la ilusión de una conquista civil. Podemos Asturies está pagando para ello el peaje de su propia zozobra, empujado a cruzar varios rubicones para seguir vadeando obstáculos hacia la consecución de un logro que depende de Asturias y de sus políticos. En esa zozobra, encarnada en el debate en torno a la fiscalidad, late el conflicto entre la exigencia prometeica de quienes aspiraban a «asaltar los cielos» y la realpolitik de quien tiene que tragar sapos cuando llega al poder, como ha sucedido con el reciente apoyo a Enrique Arnaldo para un cargo en el Tribunal Constitucional. Toda organización política tiene que vivir su Vietnam, y quizá el de Podemos Asturies, hoy, consista en ser malinterpretado por esa otra parte de la izquierda asturiana, política y sindical, que se aferra a una pureza sin duda legítima, pero indulgente hacia sus propias contradicciones, y también por asumir el incómodo pero necesario debate interno con sus cargos y simpatizantes, que se miran a los ojos demandándose si realmente están dispuestos a pelear esta partida en un contexto de tancredismo irresponsable.

En castellano, nos preguntamos si «vale la pena» afrontar ciertos riesgos; el asturiano, mucho más crudo en su expresión, se pregunta «si paga la pena». Yo diría que la vale, que la paga, aunque sólo soy alguien que de chaval soñaba ya con escribir novelas.

Ricardo Menéndez Salmón

Ricardo Menéndez Salmón